Por muy quemado que ande el país, no parece probable que nadie vaya a prenderle fuego a nuestro parlamento el próximo martes. Esto no es el Reichstag ni, pese a todas las apariencias, estamos en 1933. Y, aunque a más de uno nos gustaría ocupar en realidad el Banco de España, si es que sigue existiendo, tampoco parece razonable la criminalización del llamamiento a ocupar el Congreso de los Diputados, en una acción prevista para el próximo 25 de septiembre y que ha llevado a blindar la Carrera de San Jerónimo como si fueran a llegar los mineros a regalarle carbón a sus señorías, o los jornaleros de Sánchez Gordillo a cultivar los escaños improductivos.
La transición ha muerto y quizá por ello Santiago Carrillo decidió irse esta semana mientras dormía la siesta: toda una metáfora machadiana para una España que no despierta sino que sueña pesadillas al pairo de la nana siniestra de un rescate cuyas noticias llegan por goteo. Al menos, hasta que termine por ahogarnos una lluvia otoñal de hombres de negro, una oscura tormenta de troikas y sabelotodos, de esos que bajan el IRPF a las empresas y los suben a los currantes, de esos que se apresuran a inyectar dinero público a los bancos y lo racanean a las comunidades autónomas que no son de su cuerda.
España no se rompe como pregonan José María Aznar y el Financial Times. El Estado español de la transición democrática ya se ha roto, pero no es la ruptura que buscaban los antifranquistas de los años 70, sino el producto del choque de trenes entre los distintos imaginarios nacionalistas de este país; el del españolismo unívoco, que busca su identidad perdida indistintamente en Ortega y Gasset, en los Reyes Católicos y en un imperio donde se puso el sol hace mucho; o el de una periferia que dejó de creer que Madrid condujese directamente al cielo. Ya no somos europeos, sino un poquito alemanes. Viva de nuevo Carlos V.
Resucita la España invertebrada, la de la restauración decimonónica que, todo lo más, acepta el quiero y no puedo de tres nacionalidades históricas sin derecho siquiera a llamarse nacionalidades. Y agoniza, desde luego, la España del café para todos, la del estado de las autonomías tal como lo hemos concebido durante los últimos treinta años, el vestíbulo de un Estado federal que nadie quiso creerse a pies juntillas como si Pi y Margall no hubiera existido nunca.
El botín sigue siendo de don Emilio. Mas quiere más pero no sabemos qué quiere Rajoy. Gaspar Llamazares exige más izquierda y Julio Anguita, más Constitución. Independencia, gritan por las calles de Barcelona. Independencia, deberíamos reclamar esa España toda a la que de carnaval vestida nos la siguen poniendo. Pobre, escuálida y beoda.
Quizá el martes tendríamos que ocupar Bruselas y Estrasburgo, tomar Baviera como si fuéramos Leonard en Manhattan. Pero entendemos por qué ese día una muchedumbre marchará rumbo a la Carrera de San Jerónimo aunque el congreso mundial de antidisturbios se lo vaya a impedir. Es la gente que está harta de la banca y de los patronos, del silencio de los corderos y del estruendo de la ignorancia, o de que aquí y allá se siga utilizando el fanatismo religioso para acallar las protestas razonables o las reformas educativas se centren más en la educación para la ciudadanía que en los logaritmos y en la igualdad de oportunidades.
En esta vieja Península, hay mucha fatiga pero no es la que suelen delatar los periódicos. Es el cansancio de comprobar como podemos pasar de un político que termina en la cárcel por corrupto como pudiera ser el hasta ahora alcalde de Orense, a un corrupto salido de la cárcel que quiere meterse a político como Mario Conde. Es el hastío de que Esperanza Aguirre vaya a presentarse al casting como croupier de Eurovegas después de que haya logrado que la banca siempre le gane a los madrileños. Pero es, sobre todo, el hartazgo de que en dicha cámara y bajo una mayoría absolutista que ha usado en vano el nombre de sus votantes, decida invertir más en armamentos que en ayudas sociales, o vaya a estrangular a los más humildes en vez de cortarle pronto el cuello a este sistema cruel. Así lo proponía Federico García Lorca hacia 1933, cuando ardía el Reichstag y los nazis, que fueron los más beneficiados por dichas llamas, culparían de ese crimen de lesa patria a los comunistas.
Una hoguera de euros calcina la soberanía de este país. Buscad a los pirómanos entre aquellos que piden mano dura para quienes tan sólo pretenden salir a la calle a gritar fuego, a avisar de que viene el lobo; o, si acaso, a intentar entre todos, como mejor sepamos, apagar sus brasas.
Artículo publicado por Juan José Téllez el pasado domingo 23 de septiembre en Diaro Público.
;-)
2 comentarios:
Pues a poli está dando palos a tutiplén.
Pocas cosas se arreglan con este jarabe de palos que no paran de recetar.
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